
Fuente:
Dr. Norberto Levy del libro La sabiduria de las emociones
¿La
exigencia es una actitud que merece ser alentada en tanto mueve hacia
la excelencia, o por el contrario, sólo tortura a quien la padece
y no conduce a la excelencia que aspira a promover?
«¡Yo
soy muy exigente, conmigo mismo y con los demás...!»
Quien
se expresa así suele hacerlo en un tono de orgullo y satisfacción,
como si estuviera diciendo implícitamente:
«Yo
valoro la excelencia y ésa es mi meta, para mí mismo y para con los
demás...!»
Esto significa que le atribuye a la exigencia la cualidad de ser el
camino y la garantía de la excelencia.
La
creencia sobre la que se apoya este tipo de afirmación es:
a) si realmente quiere lograr la excelencia, entonces debe ser exigente.
Y también su contrapartida:
b) si es exigente, entonces su resultado será obtener excelencia.
Pero ¿es realmente así?
¿Es
la exigencia un rasgo que merece ser alentado en tanto actúa moviendo
a la persona hacia la excelencia, o, por el contrario, se trata de
una actitud inadecuada que tortura a quien la padece y no produce
la excelencia que aspira a promover?
Relación
exigente-exigido
Una de las características más notables de este vínculo es que el
exigidor no suele darse cuenta de! modo en que trata al exigido y,
en especial (y esto es tal vez lo más importante) del efecto que produce
en el aspecto exigido el trato que le brinda.
El aspecto exigente no lo advierte porque su percepción está completamente
tomada por la meta, es decir, todo lo que él registra es que hay que
alcanzarla, que «hay que llegar allá como sea».
El
estado en que se encuentra el realizador, quien es, en última instancia,
el encargado de hacerla efectiva, no es percibido por el exigidor.
Una sencilla metáfora que ilustra esta relación es la del jinete y
el caballo.
El
aspecto exigente es como el jinete que quiere llegar
hasta una colina que le atrae y que se encuentra a unos kilómetros
de distancia.
Se
siente tan atraído por esa meta que deja de percibir a su caballo
(que representa aquí el papel de exigido).
El
jinete no mira si éste tiene hambre o sed o está cansado. Inicia su
galope dando por sentado que su caballo se halla en condiciones de
llegar y que sólo está esperando sus indicaciones para hacerlo.
La
creencia del exigente
El exigente cree que para alcanzar un resultado basta con desearlo
intensamente y demandar con fuerza al encargado de realizarlo para
que efectivamente lo logre.
Es
lo que suele llamarse «voluntarismo».
La
frase que mejor resume esa creencia es: «Querer es poder.»
Esta conclusión está muy difundida en nuestra cultura y llega a tal
punto la confusión existente en torno a ella que algunas corrientes
psicológicas instan a las personas a que reconozcan que si no consiguen
algo no es porque no pueden sino porque no quieren.
Ante tal confusión puede resultar útil examinar detalladamente cuáles
son las diferencias entre querer y poder.
Querer
significa orientar la energía, la fuerza, la intención, en una dirección
determinada.
Poder,
en cambio, alude a la disponibilidad de los recursos adecuados para
realizar esa intención.
El querer es equivalente al combustible del motor de un automóvil.
El
poder es como el resto de las piezas de dicho coche que permiten transformar
la energía del combustible en movimiento.
En el caso del vehículo la diferencia puede percibirse con mucha claridad
pero para hacer más evidente aún el error del aspecto exigente, es
como si éste creyera que es suficiente con llenar el depósito de gasolina
y sentarse al volante para poder desplazarse.
Exigir
y proponer
El hecho de exigir, como el de «dar órdenes» o «demandar imperiosamente»,
se caracteriza por excluir el «no» como posibilidad legítima de respuesta.
Si
digo: «Te exijo que vengas de inmediato», estoy diciéndole, implícitamente,
a mi interlocutor, que su respuesta debe ser «sí o sí».
En
caso de que no lo haga y la contestación sea negativa, ya estará iniciando
una confrontación de oposición conmigo.
«Proponer»,
al igual que «pedir» o «preguntar», en cambio, señalan que le reconozco
a mi interlocutor el derecho a decir «no», y que el diálogo continuará,
si ésa fuera su respuesta, sin la cualidad de desobediencia o antagonismo.
Cuando el aspecto exigido no tiene la claridad ni la fuerza suficientes
para oponerse y decir «no» a la demanda del exigente, se produce en
él la respuesta de sometimiento superficial y de resentimiento profundo
que, inevitablemente, se manifestará, de forma sutil al comienzo y,
si no se resuelve, de un modo cada vez más ostensible y explosivo.